Al ritmo del Reel
Descripción de la publicación.


Es sábado 15 de febrero, y escribo estas líneas mientras abrazo a mis perritas Paquita y Maloute. Nada como volver a casa.
Me quiero niego a creer que hayamos llegado al punto de medir nuestras vidas al ritmo frenético de esos vídeos de treinta segundos que nos aparecen en las pantallas. Como si fuéramos criaturas incapaces de mantener la atención más allá de un suspiro, nos hemos convertido en adictos a la gratificación instantánea, al chiste fácil, al drama efímero que se desvanece con el siguiente desliz del pulgar.
Todo rápido, todo inmediato. Como si la vida real tuviera que ir a 1.5x, como si la pausa fuera un fallo y no parte del proceso.
La vida es lenta, a veces pesada, en ocasiones aburrida y otras veces maravillosa. No se puede condensar en un montaje acelerado con música pegadiza de fondo. Antes, la paciencia era un arte. Tenías que esperar a que el disco terminara una cara para darle la vuelta, a que el carrete de fotos se acabara antes de llevarlo a revelar, a que la serie de los viernes llegara sin opción de atraca-maratón.
La vida, a veces, es ese café de la mañana que sabe a gloria, es la conversación pausada con un amigo —con el que te ríes de la misma historia 22 veces, y cada vez te hace más gracia—, es el atardecer que se toma su tiempo para teñir el cielo de colores imposibles. Es el mirar a los ojos a esa persona que tanto quieres y admiras, y saber qué será un momento único.
Nos han vendido la moto de que todo tiene que ser rápido, eficiente, productivo. Nos lo han quitado todo, y nos hemos dejado. Tengo la sensación de que si no estás constantemente haciendo algo, si no estás "optimizando tu tiempo", eres un fracasado. Pero dime, ¿alguna de tus mejores memorias fue "eficiente"?. Haz una pausa, y piensa.
Lo bueno nunca tuvo prisa
Y luego está esa dichosa obsesión por estar siempre conectados, por no perderse nada. Como si el mundo fuera a detenerse si no vemos el último meme o el último escándalo de turno. Nos pasamos el día con el cuello torcido mirando una pantalla, ignorando la vida real que sucede a nuestro alrededor.
¿Cuándo fue la última vez que te sentaste simplemente a observar el mundo? A ver cómo pasan las cosas, sin más. Como hacían nuestros abuelos —y no hace tanto—: silla de camping, a la fresca, y viendo coches pasar.
La vida estaba -y está- en la plaza del pueblo, en la sobremesa que se alargaba hasta que alguien sacaba la baraja, en el sonido del fútbol en la radio. Aunque jugase el Getafe de Bordalás. Eso sí era estar conectado, pero con la vida. Con las personas.
La vida, la buena vida, se construye a fuego lento. Las relaciones significativas, los proyectos que valen la pena, el conocimiento, todo eso requiere tiempo y paciencia. Las mejores cosas vienen con su propia espera: la carta escrita a mano que tardaba días en llegar, el cassette que tenías que rebobinar con un bolígrafo, esperar a que un cacharro se cargase para poder utilizarlo. Y un largo etcétera.
Así que, por todos los santos (incluido este San Valentín), date un respiro. Apaga el móvil de vez en cuando. Mira a tu alrededor. Respira. Mira las estrellas en una noche de verano, mientras estás tumbado con tus amigos en una carretera secundaria, huele la lluvia antes de que caiga, pon un disco y escúchalo sin hacer nada más.
La vida está ahí fuera, esperando a que la vivas. Y si alguien te dice que vas demasiado lento, que te estás perdiendo algo, envíalo a paseo. Lo bueno nunca tuvo prisa, nunca fue en x1.5.
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